Hoy en el cielo huele a empanadillas dulces

Mi abuela no era la mujer más cariñosa del mundo, seguramente porque por sus venas corría mucha sangre castellana, de esa que da personas recias, firmes, con el corazón tan enorme como esas manos siempre dispuestas para trabajar y las piernas clavadas con fuerza a la tierra. No recuerdo muchos besos, prácticamente ningún cuento al acostarme, poquitos regalos y siempre en justificadas ocasiones, apenas un par de piropos explícitos, nada de caprichos… mi recuerdo de ella va unido –¡solo!- a un profundo sentimiento de amor, de pertenencia, de aceptación sin dudas, sin excepciones, sin resquicios… a una forma de querer que todavía hoy no he encontrado en nadie más. Cuando estaba con ella, llegaba a creer que no era tan imperfecta como yo misma me empeñaba en demostrar.

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¡Y eso que yo no era su nieta favorita! Siempre sintió debilidad por su único nieto varón, único hijo de su única hija. Incluso desde mi mente infantil –me temo que algo más compleja de lo que hubiese deseado- yo misma lo veía lógico. “Si yo estuviera en su lugar, también le querría más”, solía pensar. Y me conformaba, porque ella tenía para todos.

Pasé muchos veranos con la abuela en tierras sorianas. A base de estíos conseguí quedar irremediablemente unida a ese lugar en el que no siempre fui feliz. Me gustaría poder hablar de vacaciones inolvidables y días rápidos plagados de aventuras que recordar, pero no fue así. La nostalgia de lo que iba a venir y la melancolía por lo que pasó y no fue como debió ser ya eran entonces una sombra tan atada a mis pies que ni el sol de mediodía conseguía arrancarla. Los hacía pesados con la bicicleta, con los juegos, con las escapadas, con las risas… pero cuando todo iba mal corría a casa, subía aquellos cuatro escalones y todo –casi todo- parecía más fácil.

Creo que la abuela nos conquistó por el estómago. Gran parte de mi historia con ella está unida a la comida y a aquella preocupación -rayana en la obsesión enfermiza- por que nadie se quedara con hambre. “¿Te frío un huevo, hijo?”, le preguntaba a mi padre después de una cena de las suyas… “¿Por qué no te fríes tú una…?”, le contestaba él con una media sonrisa. Y ella se iba indignada, refunfuñando con las gafas en la punta de la nariz y la sartén en la mano lista para freírle el huevo… o lo que se dejara. “¡Este chico! ¡Siempre igual! ¡Y que no espabilo, ¿eh?!”. Cocinaba como los ángeles, pero a ella le costaba estar satisfecha. Cuando todos nos relamíamos y le felicitábamos ella apostillaba: “¡bah! ¡paparrucho! ¡Para ponerlo de cataplasma en la barriga de cualquiera!”. Probablemente se debía a que ella siempre comía frío. Se levantaba una docena de veces para servir a los demás, para preparar el segundo plato, para traer lo que faltaba, para que no faltara de nada… y cuando se ponía a comer, era tarde para ella. Y eso que nunca bajaba al pantano, ni tomaba el aperitivo, ni se concedía una mañana libre.

Pasaba mucho tiempo sola, por eso hablaba sola. Mantenía unas conversaciones estupendas consigo misma que a mí me encantaba escuchar desde el cuarto de estar. Se regañaba, pero enseguida se perdonaba. Se prometía cosas –“la próxima vez saldrá mejor”- y se enfrentaba a las contrariedades con la fuerza de un globo sin atar. “¡Pues el que no esté a las dos y media no come!”. Pero comíamos. Comíamos a las dos, a las tres, a las tres y media…

No eran grandes manjares. Cuando estudiaba en Madrid iba a comer los domingos a su casa y me hacía lentejas de primero e hígado en salsa de segundo. Porque “a saber qué comes toda la semana tú sola en el piso…” Y empanadillas dulces de postre. Su especialidad… y mi perdición. Toda la vida he pensado que las inventó ella. Si alguien conoce a alguien que también las hiciera, por favor, que no me lo diga. Quiero seguir pensando que fue así. La verdad es que no tenían mucho misterio: obleas de empanadillas rellenas de crema pastelera, fritas en la sartén y cubiertas con azúcar glass. Se podían oler desde el portal, mmm… parece que lo estoy oliendo ahora mismo: dulce, caliente, pesado… flotando por encima del resto de aromas de esa comunidad en la que siempre había ollas en el fuego.

Así huele el cielo ahora…

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La abuela a veces se enfadaba. Entonces nos echábamos todos a temblar… de risa. Pobre, no tenía ninguna autoridad… Cuando el enfado era extremo, podía llegar a insultar. Una vez mi padre le arrancó de la mata el calabacín que había dejado de simiente. Llegó tan contento a casa, con el calabacín al hombro. “¡Madre! ¡Mira lo que te habías dejado en el huerto! ¡El calabacín más gordo!!!” Qué gritos… qué insultos… Le llamó de todo menos por su nombre y cuando ya no pudo más alcanzó el éxtasis. Se lo pensó dos veces, pero no pudo contenerse: “MOSCÓN DE VERANO, ZASCANDIL!!!”, bramaba ante la atónita mirada de mi pobre padre, que no alcanzaba a comprender la gravedad del asunto mientras sostenía el calabacín de marras. La abuela entonces se arrepentía. “Ay… que ya no sabe una lo que dice… ¡que me hacéis hasta blasfemar!”.

Y es que con la comida no se jugaba. Sólo hacía una excepción con la leche cuando nadie nos veía. He pasado muchas –demasiadas- mañanas castigada delante de un tazón y aunque no era inmediato (me hacía padecer un buen rato) al final salía de la cocina avisándome de que iba a tardar y con excusas que ahora suenan tan a chiste como creíbles por aquel entonces. Me daba el tiempo justo para que la tirara por la pila y, cuando volvía, se sorprendía de lo rápido que me la había bebido. “¿No se dará cuenta de que siempre me la termino cuando ella no está?”, pensaba yo… Con las cenas era más estricta. Se cenaba sí o sí, pero si teníamos mucha prisa por volver a la calle a jugar nos abría un bocadillo y nos metía entre pan y pan lo que hubiera, incluidos los boquerones rebozados y las patatas fritas. También untaba las mejores rebanadas de pan de hogaza con nocilla del mundo.

No creáis que era perfecta. Siempre se le salía la leche –esa leche que mi primo y yo traíamos recién ordeñada de casa de “la Teresa”- cuando la hervía. Cuando hacía canelones de higaditos preparaba unos pocos rellenos de paté para mi madre y para mí y los separaba con unos palillos, pero una vez que echaba la bechamel por encima no sabía si los de higaditos eran los de la izquierda o los de la derecha. Siempre se manchaba el delantal porque se le empañaban las gafas con el vaho de la cazuela y no veía. Por eso y porque llevaba las gafas más sucias que yo he visto en mi vida.

Por lo demás, casi todo le salía bien: los caracoles, las colchas de ganchillo, el pollo relleno de Nochebuena, empapelar el piso, cuidar del huerto, lavarnos los pies antes de acostarnos, darnos ginebra para el dolor de muelas (“pero no te la tragues como siempre, ¿eh?” y yo la dejaba un buen rato en el carrillo y luego… ¡zas! ¡Para dentro!), llenar las bañeras de agua para prevenir los cortes de suministro, matar conejos y gallinas, las torrijas y los rosquillos, adornar la iglesia, hacer la compra para diez personas en un pueblo sin supermercados, sin tiendas, con un camión –el mítico “mundis”- que venía dos veces a la semana pero que tenía unos precios “de escándalo”, “de atraco a mano armada”, además de una fruta malísima que en casa nos bebíamos “como el agua, chica, como el agua”, cuidar de sus vecinos, de sus amigos, de su familia, de su Kiko… su niño bonito, su gran preocupación, su motor, la luz de su vida.

Por las tardes se sentaba en el poyo del ayuntamiento con “la Irene” y “la Marcelina”. Kiko a su lado, cargado de tebeos. Ella siempre tenía un colador en las rodillas porque mientras pasaba el rato pelaba judías verdes, o patatas, o acelgas… con ese chasquido –“clac”- y el tirón de después para quitar las hebras. Las hacía con arroz y taquitos de panceta… Luego daba un paseo con Kiko hasta la cruz y, hasta que llegó el camión de la basura al pueblo, la acompañábamos al barrancón para tirar las bolsas. Mi primo siempre llegaba más lejos… ¡pero es que a mí me daban las que más pesaban! En septiembre, cuando nos íbamos, ella salía a coger moras y se las mandaba a mi hermana por su cumpleaños.

Tenía frases míticas. Desde que yo la recuerdo, cada verano repetía aquello de “el año que viene, si vivo…” y volvían las promesas que jamás cumplió: “no preparo comida para tantos”, “no pongo tantos aperitivos”, “Kiko, el abuelo y yo comemos a las dos y el que venga detrás que se prepare lo que quiera”… Una vez estaban “los mayores” discutiendo en el comedor –con ese eco atronador- sobre algo relacionado con petróleo, o con gas… no sé. Ella seguía atentamente una conversación que iba subiendo de tono progresivamente y que iba pasando de marejada a fuerte marejada cuando, de repente, se hizo un silencio. Entonces la abuela, muy seria, se atrevió a opinar: “Pues yo de lo que peor ando es de fruta”, dijo. Y con la carcajada volvió la marejadilla. También era cabezota y cuando se empeñaba en algo daba igual que la realidad le diera de bruces. “Los homosexuales no existen”, se empeñaba en afirmar, “eso es un invento de la televisión”. Y ya no quería escuchar más.

A pesar de sus malos presagios, vivió. Vivió los años suficientes para ver crecer a sus tres hijos, sus tres nietos y sus cuatro biznietos. Al primero lo disfrutó mucho. A las dos siguientes las conoció y a la cuarta la vio, pero ya no la ubicó. Una semana antes de marcharse, en el hospital, le enseñé fotos de todos en el móvil. “Mira, abuelita, ésta es Bolita… la peque… ¿has visto qué guapa?”, y ella cerraba los ojitos, porque la enfermera le había dicho que así nos podía decir “sí”. Le dio tiempo también a enterrar al abuelo, a su amor. Nunca entendí muchas cosas de su relación, pero… ¿quién soy yo para juzgar? A fin de cuentas, tarde o temprano todos aprendemos que el amor no entiende de reglas de juego y que es sólo cuestión de dos. Ellos lo dejaron todo atado antes de marchar. Construyeron su casa, crearon su hogar y quisieron también preparar su última morada, su lugar de encuentro final. Allí descansan ahora los dos, aunque separados en dos plantas sin comunicación, sin escalera de caracol. No puedo dejar de pensar en el frío que tiene que hacer allí abajo. Y en que la abuela no va a poder bajar a buscarlo.

No pedía muchas cosas. Le hubiese gustado conducir, decía a veces. Que yo recuerde, lo único que le pedía a Dios era que se llevara primero a Kiko y luego -“enseguidita”- a ella. En mi opinión se lo había ganado. Yo, desde luego, le hubiese concedido el deseo… pero no ha podido ser.

Desde que se ha ido no hago más que tratar de recordar cuándo fue la última vez que comí empanadillas dulces. No sé por qué… supongo que será por ese olor que desprende el cielo…

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