Hoy hace 21 años que escribí La Galletita. Tenía entonces 18 recién cumplidos y mucho miedo. Miedo a vivir. Miedo a no vivir…
A morir también, pero sobre todo a no VIVIR, así, con mayúsculas.
Parte de ese miedo era real y al final, caí. Caí rendida ante el pánico a fracasar y estuve ciega y vacía mucho tiempo.
Ahora ya no tengo tanto miedo, pero me siguen dando vértigo muchas cosas…
¡Qué vértigo la vida!
Qué vértigo la soledad… la incomprensión…
Qué vértigo ser ahora esa madre…

Parte del original de La Galletita
LA GALLETITA
Que la reseca muerte no me encuentre,
vacía y sola, sin haber hecho lo suficiente.
Me encontró llorando en mi habitación hecha un ovillo sobre la cama, con el cuerpo irregular en posición fetal, abrazado el aliento a las rodillas.
– ¿Por qué lloras? -me preguntó.
– No lo sé -contesté. Pero insistió.
– ¿Por qué estás llorando?
– Tengo miedo -sollozó el alma.
Y ella, con la mirada tierna y serena de nube disipada, inquirió:
– ¿De qué, cariño?
– De todo… de nada… ¡de tanto!
Tengo miedo de que, al abrir la puerta del ascensor, me sorprenda la muerte con el abrigo aún desabrochado. Tengo miedo de que, al doblar una esquina, alguien pretenda descubrir qué se siente al hundir el agudo filo en un vientre blando, y quedar después tendida, sin fuerza, con la certeza ineludible de que voy a morir sin hacer nada, sin dejar rastro, sin reunir a los viejos amigos… con la vida templada derramándose, desperdiciándose, como si sobrara.
Me asusta que el desorden y el caos puedan apoderarse de mi entorno y el destino me sitúe en el momento inoportuno y el lugar inadecuado, en el instante preciso en que la desesperación, rebasado el borde, decida llevarme con ella. Un golpe seco, el silencio y después… después nada. Sólo vacío, sólo malditas palabras -inútiles, insignificantes, perecederas, malditas palabras- acompañando el marmóleo epitafio. Duro, frío.
«Todo un futuro entre las palabras», dirán. Y al final son ellas las que marcan mis barreras.
Tengo miedo de que algún día ahonden tanto en mí la impotencia y el fracaso que me lleven a la pasividad, a la cadena, a la facilidad, al olvido, a la corriente, a la ceguera, al vacío, al límite, al vértigo, al filo del grito ahogado con los brazos en cruz y el viento empeñado en llevarse las dudas.
Pero vuelven, se arremolinan, me atan, cantan a gritos y susurran después cerca de mi oído que adornarán mi mente alborotada con lazos de final finito, de recuerdo prescindible, de lágrimas hipócritas.
Y guardo las mías -tan sinceras como amargas- en frascos ahumados para que no se vean, para que nadie adivine mi terror ante el súbito final, ante mi infinita pequeñez.
* * *
La madre levanta los ojos aterrorizada por la visión.
No, ya no tiene una hija. Ahora su niña es una persona
Se seca el estupor y se sacude el ridículo.
– No te preocupes -dice- Mañana se te habrá pasado.
Y se siente galardonada con el azucarillo de la estupidez. «Te lo has ganado», piensa. «Por confiada y gilipollas».