Hace un año por estas fechas en casa andábamos nerviosas perdidas esperando la llegada de Los Gallegos. Mi Eterna Compañera de Piso venía con su Hombre Feliz y sus tres criaturas marinas -Percebillo, Centollita y el Pequeño Calamar- a pasar el puente de San Isidro, y habíamos organizado un montón de aventuras.
Llevábamos más de una semana hablando de todo lo que íbamos a hacer con Los Gallegos… Los Gallegos para arriba, Los Gallegos para abajo, que si esto para Los Gallegos, que si Los Gallegos aquí, Los Gallegos allá… La Ingeniera de Cominos y el Koala estaban emocionadas y felices planeando juegos y regalos, haciendo dibujos, organizando cómo dormir… Sin embargo, mi Pequeña Plon, que tenía entonces tres añitos, no parecía tan contenta…
Cada vez que hablábamos de Los Gallegos ella daba un paso atrás y le cambiaba la cara. Liada como estaba con los preparativos, la verdad es que no me paré a prestarle demasiada atención y lo único que hacía era decirle «¡¡pero Plon!! ¡¡Que vienen Los Gallegos!! ¡Los Gallegos! ¡¡Que tienes que estar contenta!!»
La noche de antes, mi pobre Tercerita no pudo más y, cuando empecé a dar palmas y a gritar «¡venga, chicas, a la cama, que mañana vienen Los Gallegos», se echó a llorar. La abracé y le pregunté por qué lloraba… «Es que yo no quiero que vengan Los Llaguegos, mamá», me confesó. «¿Pero por qué no, mi amor? ¡Si nos lo vamos a pasar genial!», le dije.
Entonces me miró y, sin dejar de llorar, me preguntó: «Ya, pero… ¿muerden?»