Inmortal

Solo coincidí físicamente con ella un par de veces, pero durante mucho tiempo sentí que formaba parte de mi familia.

Conocí a Carmen y a su hija Laura casi a la vez y el encuentro resultó de lo más revelador. Yo llevaba apenas unos días trabajando frente Laura en la redacción de Gaceta Universitaria cuando le entregaron una carta. Un sobre abultado cerrado con metros de papel celo. Laura lo rompió sin miramiento, sacó de su interior un escarabajo gigante de plástico y, sin inmutarse, lo dejó a un lado y abrió el papel doblado varias veces sobre sí mismo. Se puso a leer ignorando ese y otros bichos que lo acompañaban.

Yo no daba crédito. «Perdona…», le pregunté mientras lo guardaba todo en ese desastre de cajón que tenía bajo la mesa, «¿pero de verdad te han mandado una carta llena de insectos de plástico?»

Laura levantó la cara y sujetó las gafas con la punta de la nariz. Tardó en ubicarse pero enseguida se rió, agitando su media melena de un lado a otro y cerrando los ojillos chinos. «Ah…sí, sí… es de mi madre… sorry, lo hace todo el rato… tanto que se me olvida que pueda sorprenderle a alguien».

Y era verdad. Llegaban cartas fantásticas todo el tiempo. Y nadie podía adivinar qué sucedería en cada ocasión.

También mantenían conversaciones estupendas desde el teléfono fijo, cuando los móviles no habían irrumpido aún en nuestras vidas y todavía podíamos disfrutar sin disimulo de las conversaciones ajenas.

A partir de ese momento sentí una especie de fascinación callada por su madre. Me fascinaba pensar cómo alguien podía gestionar 8 hijos como lo hacía ella. Me fascinaban las historias que me contaba Laura en las copas después de los cierres, en los cafés del krefy o en los ‘pitis’ de descanso entre tema y tema.

Me fascinaban las historias de esa casa de locos, de desayunos de «café para todos», de hijos recién nacidos adjudicados a hermanos mayores, de rondas de tortas «por lo que pueda pasar»… pero sobre todo me maravillaba su capacidad para dedicarle tanto tiempo a todos y cada uno de sus hijos. Tiempo personalizado, tiempo invertido en exclusiva. Tiempo para ir a comprar los insectos, escribir varios folios de carta, doblarla meticulosamente, envolver el sobre como si tuviera que recorrer medio planeta y enviarlo a la redacción, consciente de que era en ese lugar donde su hija, la quinta de ocho -esa posición con todas las papeletas para ser ignorada- pasaba la mayor parte del día.

Y eso que entonces yo no tenía hijos.
Ahora, tres monitas después, simplemente me parece una heroicidad. A mí, que me piden parar a comprar una cartulina y me desbaratan la tarde.

Siempre la identifiqué con Carmen, la hermana mayor de Laura, en aquel monólogo mítico frente a un plato de pollo cuando comenzaba su trayectoria como actriz en Madrid. Pensaba en cuánto tendría de ella, de su madre, ese papel. Y ahora, después de leer esta preciosidad de libro, he podido comprobar que era mucho. Quizá todo.

Sentí en lo más profundo su pérdida. Sentí que se iba una mujer fantástica en todas las acepciones de la palabra, que íbamos a echar de menos sus historias, sus aventuras, sus anécdotas… Sentí que no era justo. Que el mundo no debía perderse su forma de interpretarlo, de vivirlo. No tan pronto.

Pensé en cuánto la iban a echar de menos sus hijos. Cómo echarían de menos sus cartas. Sus llamadas. Sus bichos de plástico.

Seguramente ya era inmortal.
Pero ahora permanecerá para siempre en todos los que la disfrutamos de una u otra forma en vida. Y llegará a los que solo tendrán la oportunidad de imaginarla.

Gracias, Laurina, por concederme el privilegio de formar parte del clan.
Gracias, Carmen, por compartirlo con todos.
Y por escribirlo tan bonito.

3 comentarios en “Inmortal

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