La Nueva Plon

Siempre que alguien me pregunta cómo son mis hijas suelo responder lo mismo. Primero aviso de que no se parecen en nada, ni físicamente ni en su forma de ser; que son cada una “de su padre y de su madre” y que, aunque son tres –y las tres del mismo padre y de la misma madre, lo juro- en el saco de las bolitas con el que aprendíamos combinatoria en la escuela había muchas opciones y el resultado final fue completamente distinto en cada caso. Después cuento con pelos y señales  cómo es la Ingeniera de Cominos y cómo se parece al Padre de las Criaturas hasta en la forma de pestañear. A continuación, y por contraste, describo a mi Medianita Favorita recreándome en los detalles y afirmando orgullosa que es “toda mía”. Así hasta que llega el turno de hablar de Pequeña Plon. Con ella suelo terminar rápido: “y a Tercerita me la cambiaron en el hospital, porque no es de nadie”. Y ya.

Recuerdo las entrevistas con las tutoras de la Ingeniera y el Koala cuando iban a empezar el Cole de Mayores. Me temo que soy de esas madres cansinas que se recrean al hablar de sus cachorritas… pero la profe de Plon tuvo suerte, porque yo no tenía mucho que decir.

  • ¿Cómo es ella?
  • Pues no sé… Ella es… Ella.
    A ver…
    Hace lo que quiere.
    Habla con la r simple cuando juega con las “riripon” (las Pin y Pon) o con la n: “¿esto es para ? ¡pues es nú pesioso!”. Cuando castiga a sus muñecas las manda “¡Al pasino!”. Sin embargo, tiene dos amigos que se llaman Mamuel, las dos con eme.
    También cambia el orden de las letras. Se queda apatrada y todo le parece muy garcioso.
    No hay forma de quitarle el pañal.

Y ya.

Porque así es Tercerita: toda suya. No es mía ni de su padre… ella es muy suya. Se encargó de demostrármelo la primera noche de hospital, cuando nació. Sus hermanas durmieron plácidamente mientras yo -en el caso de la Ingeniera de Cominos- comprobaba cada segundo si el bebé respiraba, o –en el caso del Koala, que la experiencia es un grado- dormía a pierna suelta. Ella no. Ella empezó a gritar nada más llegar a la habitación y no dejó de hacerlo hasta… hasta… hasta antes de ayer. Más o menos. 19 horas de parto después yo sólo quería comer y dormir (por este orden). Ya había comprobado que era preciosa, ya había contado diez deditos en las manos y diez deditos en los pies, ya estaba segura de que la iba a querer el resto de mi vida a pesar de su imprevista llegada… Estaba todo en orden. ¡Era hora de dormir! Pero no… dormir no estaba en sus planes.

Desde ese preciso instante, mi adorable Perdonavidas ha hecho en todo momento nada más y nada menos que lo que a ella le venía en gana, ya fuera gritar, llorar, comer (eso a todas horas), jugar, perdonarte la vida (con frecuencia) o reír.

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Y ahí es donde yo quería llegar, a la risa de mi Pequeña Plon, porque desde hace un tiempo –poquito, no mucho, es verdad- esa risa cantarina y juguetona que parece gotitas de agua cayendo de una fuente a borbotones empieza a ser la seña de identidad de la que hasta ahora era famosa por mantener la mirada y el rictus de forma tal que llegué a plantearme llevarla a Tú sí que vales.

Ahora el Pompón se ríe, porque ella así lo ha decidido. Se ríe de una forma increíble cuando le hago cosquillas. Sencillamente se troncha y termina las carcajadas con un “aaaayyyy” que me devuelve la confianza en la especie humana. Llora de la risa, se sujeta la tripa y de repente se enfada muchísimo y grita “¡No! ¡Más no, mamá!”, pero cuando paro y suspendo mi mano  amenazante sobre su barrigota de bebé con los dedos arrugados como si fuesen un cangrejo su sonrisa vuelve a chocarse con el borde de sus ojillos brillantes y sus dientes castañetean de emoción mientras intentan sin éxito contener una nueva explosión de risa.

Y es que ahora –justo ahora- parece que ha decidido que ya es hora de mostrarle al mundo quién es ella: su propia esencia aderezada con un poquito de su hermana mayor y otro poquito de su hermana mediana. Cuando la cojo como un saco de patatas recién salida del baño e intento venderla al mejor postor por toda la casa, ella ríe como La Bola Que Más Mola, a grito pelado, sin fisuras, totalmente metida en su papel de saco. Pero cuando la tiro sobre la cama y le muerdo el muslo para no quepa duda de que son patatas tiernas, ella me coge la cara, deja de reírse y, alertada por mi posible ignorancia, me dice en tono grave (el mismo con el que el Comino Mayor me avisó de que no estamos rellenos de dibujos animados):

“pero… yo soy una persona… ¿eh, mami?”.

Y así… poquito a poquito… vamos conociéndonos mejor.

 

 

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