Todo lo bueno

Funeral por Papá

8 de mayo de 2018

Buenas tardes a todos,

Hace ya un mes y un día que nos dejó mi padre y, aunque sé que tenéis razón todos los que nos decís que aún es pronto y que es muy poco tiempo para superar la pena, lo cierto es que como yo andaba despistada el día que repartieron la paciencia… se me está haciendo eterno. Yo pensaba que un mes y un día serían suficientes para, por lo menos, hacerme a la idea de que ya no está, pero el sábado estaba cenando en un restaurante, probé una cosa muy rica y, sin pensarlo, dije “¡tenemos que traer aquí a mi padre para que lo pruebe!”.

Pensaba que en un mes y un día ya me habría hecho a la idea de que no estaría en su casa al entrar. Que sería tiempo suficiente para no tener la inercia de llamarle por teléfono o de mandarle algún chascarrillo de sus nietas por whatsapp.

Pero no… por lo visto no es suficiente.

No ayuda nada el hecho de que, en este mes y un día, todo lo que hago o digo me recuerda a él. Incluso todo lo que hacéis o decís los demás, me recuerda a él. “Eso lo decía siempre mi padre”, digo… o “eso también le gustaba a mi padre”… o “eso le hubiera encantado”…  Así me paso el día…

Y es que el tiempo ahora se ha desordenado, ha cambiado, y se mide en “antes de que se fuera papá” y “desde que se ha ido papá”. El tiempo y su cadencia impasible, indiferente a mis súplicas de retroceso o, al contrario, de avance rápido para que pase todo ya, es ahora una de esos gigantes que en realidad no son más que molinos contra los que llevo estrellándome toda la vida. Y eso que él me lo decía siempre: “hija, no inicies una batalla que no sepas que vas a ganar”.

Pero no os voy a hacer perder el vuestro, vuestro tiempo. El día que despedimos a mi padre en el cementerio intenté burdamente explicarle al Niño Pizo que todos y cada uno de los que le decíamos adiós teníamos una historia personal con él, una historia que cada uno lloraba a su manera.

Conozco alguna de las vuestras, pero sobre todo conozco la mía y, si me dejáis, me gustaría compartirla con todos. Muchos sabéis que mi padre no siempre fue el padre de manual que toda hija desearía… ni siquiera el marido ideal con el que toda mujer, incluida la suya, pudiera soñar. Pero mi historia con mi padre es una historia de reencuentro, de cambio, de segundas partes que a veces superan con creces a la primera y, sobre todo, es una historia de confianza. Confianza en la especie, en el individuo, en el ser humano.

Parece muy grande para una simple historia padre-hija pero es que mi padre era muy grande. En todos los sentidos. Hubo un tiempo en el que mi padre me enseñó, en ocasiones a lo grande, algunas cosas que no se debían hacer… Algo que, como aprendizaje, es igualmente válido. Pero a lo grande me enseñó también que nunca es tarde para cambiar. Que hay oportunidades que se convierten en la definitiva, que no hay que rendirse y que todos, absolutamente todos, tenemos la opción de dejar de ser todo aquello que no queremos ser para dar paso a lo que nos dicta el corazón.

Mi padre me regaló un tiempo precioso a su lado. El suficiente para que todo el anterior quedara minimizado. El suficiente para que yo ahora, convertida en mujer adulta y, en teoría, descreída como todos los adultos, confíe en que SIEMPRE… TODO… puede cambiar. En que, con un poco (o un mucho) de voluntad, cualquiera puede dar la vuelta a su vida y, con ella, a la de los demás.

Tengo una amiga -que en realidad es una hermana- que me dice que en ocasiones me paso de frenada y confío demasiado… pero bueno, es el último regalo de mi padre y no se lo pienso despreciar.

Esa capacidad de ser la persona que quieres ser, en el caso de mi padre, se tradujo en una simple palabra: “Yeye”. Porque como padre supo corregir el rumbo pero como abuelo… como abuelo no le hizo falta porque fue perfecto desde que su primer nieto asomó la naricilla en nuestras vidas, hace ya casi 14 años. Y, aunque no se lo dije nunca… me hubiese gustado decirle que la infancia de mis hijas a su lado hizo que viera al padre que a él le habría gustado ser… y que no necesito nada más.

Sólo necesitábamos un poco más de tiempo.

En estos días, en este periodo que comienza en “desde que se fue mi padre”… hemos tenido que decir adiós a alguien a quien de verdad le han robado el tiempo. Desde hace unos días mi padre tiene un nuevo amigo en el cielo, un amigo que no consiguió cumplir los nueve años y al que, como le dije a mi Medianita Favorita intentando dar consuelo a lo que no lo tiene, seguro que ya le ha invitado a un helado. Su papá, valiente y admirable, nos pidió a todos que cambiáramos algo en nuestra vida, algo pequeñito, cualquier cosita que tuviéramos pendiente. Y que le dedicáramos ese gesto a su hijo para que, siempre que lo repitiéramos, nos recordara a él.

Yo os invito a todos a que recordéis vuestra historia personal con mi padre y hagáis lo mismo por él. Que le demos sentido a todo este sinsentido y aprovechemos su ejemplo para dar un pequeño paso hacia ese lugar en el que siempre hemos querido estar.

Porque nunca es tarde aunque estemos, como estamos, en manos del tiempo.

Me gustaría despedirme escuchando, una vez más, las campanas que sonaron por mi padre en el lugar al que siempre perteneció, en el que más podía ser él mismo, en el que le conocían mejor… en su pueblo, en el Microcosmos. Y lo hago repitiendo las palabras que me susurró al oído en el hospital cuando todos, incluido él, fuimos conscientes de que nuestro tiempo juntos era ya solo cuestión de tiempo:

“Gracias… gracias por todo lo bueno”.

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