Recuerdo la primera vez que lo vi llorar. Se había muerto un amigo, ahora entiendo que demasiado joven, aunque entonces a mí me parecía que ya habían vivido lo suficiente. No sé cuántos años tendría yo, pero pocos. Estábamos en la cocina de nuestra primera casa y él lloraba desconsoladamente. Decía que era injusto y temblaba, apoyado sobre la encimera. Me asusté. Me asusté porque en mi mundo los papás no lloraban. Nunca había visto a uno llorar… y menos al mío.
Luego todo volvió a su sitio y ya no lloró más. Al menos no delante de mí.
En mi mundo, papá trabajaba y llegaba tarde.
Papá casi siempre decía que no.
Papá tocaba la guitarra, contaba chistes y reía con una carcajada ensordecedora.
Papá fumaba mucho y el bigote le sabía a nicotina cuando me daba un beso.
Papá era alto y fuerte como un castillo. Tenía los dedos amarillos y el pelo negro, muy negro.
Papá le daba muchos abrazos de oso cosquilloso a mi amiga Ludolfilla, pero a mí me no me daba tantos.
Papá nos llevaba al bar todas las Nochebuenas, antes de irnos a cenar a casa de la abuela, para que a mamá le diera tiempo a colocar los juguetes que encontraríamos a la vuelta…
Papá era Campeón del Mundo de Mus, cuando los Campeonatos del Mundo de Mus se disputaban en el Microcosmos.
Pero llorar… no lloraba.
Papá no siempre estuvo ahí.
No siempre me comprendió.
No siempre aceptó mis decisiones.
No siempre nos quiso como nos hubiese gustado que nos quisiera.
Papá se fue un tiempo… el suficiente para darse cuenta de algunas cosas o simplemente el necesario para echarnos de menos. Y que lo echáramos de menos a él.
Pero no lloró. O al menos, no conmigo.
Después, papá volvió. Y me trajo un padre nuevo. Un Padre.
Le cambiamos el nombre y lo bautizamos como Papino-Rino.
Con el tiempo sería el Yeyete-Lete.
No fue perfecto, pero estaba ahí. Comprendía. Aceptaba mis decisiones y me aconsejaba.
“No te enredes”, me dijo una vez. Pero no le hice caso… y acabamos todos enredados…
Antes había intentado avisarme de que me equivocaba de rumbo… pero yo no lo quise ver.
Ese padre que vino sabía mirarme con orgullo. Orgullo profundo, a pesar de los fallos.
Porque yo tampoco soy perfecta, qué le vamos a hacer…
Pero sí soy su Lenteja. Su Gorrión Zurdo. Su Besuguito. Su Piquito.
Ese padre decía “te quiero”, aunque al principio no le salía muy bien y lo disfrazaba de “y yo a ti”.
Ese padre sufría con el cáncer de la TíaA.
Y se asustaba con el suyo…
Pero llorar, no lloraba.
Hasta que volvió a llorar. Fue hace sólo unos días. Había un 7 y un 2 iluminando su tarta. La Ingeniera de Cominos le regaló una taza justo del tamaño que él quería. Mi pequeña cuadriculada intentó explicarle que en realidad ella sólo había puesto las monedas, pero él no quiso escuchar. Le dijo que a partir de ese momento desayunaría SIEMPRE en esa taza. El Koala brindó con él haciendo chocar dos cáscaras de almeja. El Pompón escribió “Feliz Cupleanos” en su dibujo. No pudimos estar todos, pero él se sintió acompañado.
Se sirvió un whisky en un vaso con forma de pata de elefante que había sido de su primo y compadre, además de su amigo, para sentirlo cerca.
Y entonces ese padre que ya no se fue más, lloró. Pero lloró de felicidad. Y me lo dijo. Abría los ojos y las manos para hacerme comprender su asombro. “Es que lloro de felicidad, hija… ¡de felicidad!”, me confesaba. Lloraba porque se sentía querido. Feliz porque la TíaA estaba curada. Feliz porque era capaz de sentir. “¿Sabes qué?”, me dijo. “Si este bicho se despierta, volveré a luchar con fuerza, porque yo no me quiero morir. Pero si me muero… al menos puedo decir que moriré feliz”.
Y entonces lloramos los dos. Felices. Y abrazados.
Sobre todo y muy importante ser feliz y compartirlo
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un beso enorme, más que nunca en estos días este post adquiere un sentido especial.
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Gracias, Marisa. No soy capaz ni de releerlo… Qué pena tan infinita… Qué contentos estábamos en octubre… Ha sido todo tan rápido y tan triste… 😢😢😢😢😢
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