Estas vacaciones he aprovechado para contratar un nuevo seguro para mi coche. Mejor precio, mejores condiciones… esas cosillas. Lo he contratado con una empresa que tiene una política específica para mujeres conductoras cuyas ventajas se engloban bajo el nombre de un personaje griego femenino, esposa del protagonista de una afamada obra y símbolo universal de la fidelidad conyugal y la castidad.
«Empezamos bien», pensé.
Esta heroína pasó a la historia de la épica porque fue capaz de esperar a su santo varón -que se hallaba dedicado a menesteres propios de su sexo y categoría en campos de batalla varios- durante 20 años.
¡20!
Épico es, sin duda, porque durante tooooodo ese tiempo no cató varón, que se sepa, y por mucho que diga el bolero, 20 años es una eternidad y sin sexo, ya ni te cuento.
El caso es que la pobre tenía que luchar a diario contra la tentación, porque unos maromos estupendísimos a la par que gorrones se habían instalado en su palacio («su» de «su marido», claro) y querían hacerle de todo menos la compra. Ella, muy casta y muy digna, les dijo que vale, que elegiría a uno, pero cuando terminara de tejer la mortaja de su noble rey (otro que tampoco sabía apañárselas solo), que a la postre era su suegro.
Y como era muy cuca (que ya sabemos todos que las mujeres somos muy ‘malasremalas’ y ‘superharpías’) para ganar tiempo, por la noche deshacía lo que había tejido de día.
Y así durante 20 años.
Flipa.
El caso es que -todo hay que decirlo- ellos muy listos no eran, porque todo ese tiempo para tejer un camisoncillo… era cuanto menos sospechoso, siendo además como es de dominio público que todas las mujeres traemos de serie el don -por no decir el gen- del buen tejer.
(El suegro encantado, claro, que sin sudario no se moría)
Por supuesto, tuvo que ser otra mujer (‘malaremala’ y sirvienta, que es peor) la que se chivara del invento a los maromos, que de repente vieron la luz y se les cayó el ego a los pies, sacando de sus entrañas intensos alaridos de dolor acompañados de sus consiguientes «mujer tenías que ser».
Pero hete aquí que justo en el instante preciso hizo su aparición estelar el valiente y fornido esposo de la dama en apuros, salvando de las fauces ‘maromiles’ a la chavala y dejando al mismísimo Tom Cruise en Misión Imposible a la altura del betún. Todo esto 20 años después, que lo épico es que la reconociera.
Pero bueno, que me he liado. El caso es que cuando la chica que me atendió (Maricarmen, superamable, en serio) me dijo el nombre de la póliza ya me recorrió un escalofrío por la espina dorsal, pero mi instinto de supervivencia me ayudó a aguantar el tirón tarareando en mi cabeza una preciosa canción homónima de Serrat protagonizada por otra pobre incauta que también se dedicó a esperar sentada.
Así se me pasó un poco el furor uterino, que las condiciones eran buenas y ‘la pela es la pela’, oiga.
Así que Maricarmen empezó a detallarme las ventajas de las que iba a poder disfrutar solo por el mero hecho de ser mujer al volante y, por si no me enteraba bien, me iba poniendo ejemplos:
– Vas a tener coche de sustitución– me dijo. Por ejemplo, si tú dejas el coche en el taller porque se te ha roto (no sabía que lo podías dejar porque te apetecía, si me hubiese enterado antes me habría ahorrado un dineral en aparcamientos) pues te dan otro para que lo sustituyas.
Ya… Lo que viene siendo un coche de sustitución, vamos.
Mi ceja derecha comenzaba a romper la simetría con la izquierda…
– También tienes asistencia jurídica telefónica para cualquier asunto, no solo relacionado con el automóvil.
Esto me gustaba más.
– Por ejemplo, que te llega la nómina y no entiendes nada… Pues llamas y te lo explican…
Otra subidita de ceja.
¿Porque las mujeres somos tontas y no entendemos las nóminas? Quiero decir… ¿Por qué esta ayuda a una mujer y no a un hombre? Que habrá hombres que no entiendan las nóminas ¿no? Digo yo… e incluso alguna mujer que las entienda… (llamadme osada, pardiez)
Maricarmen seguía a lo suyo poniendo ejemplos, supongo que porque mi silencio, relacionado más con mi estupor que con mi ignorancia, le hacía pensar que yo no entendía bien de lo que me estaba hablando.
– Que discutes con tu vecina porque hay una gotera y las dos queréis tener razón, como suele suceder… pues llamas y te asesoran.
Y otra subidita.
¿Vecinas? ¿Vecinas mujeres? ¿No vecinos? Claro, porque con los vecinos no se discute, ¿no? Porque ellos siempre nos dejan tener la razón, eso es. Pobrecillos. Que nos ponemos muy cansinas con las cosas de la casa y esa obsesión, ese ‘ansia viva’ que nos entra por ocuparnos de todas nuestras labores domésticas.
Por no hablar de lo de querer tener razón como-suele-suceder, que ahí ya nos pasamos. Entre vecinas, amigas, madres, hermanas… ¡da igual! Nosotras ahí, erre que erre, que si porque lo digo yo, que no que porque lo digo yo… ¡Un gallinero! ¡Una corrala! ¡Un patio de vecinas!
De fondo, seguía Maricarmen:
– Que te compras una plancha y se te rompe al segundo día… pues llamas y te ayudan a reclamar.
En este punto yo ya no daba crédito y mi ceja derecha andaba por la coronilla.
Ojiplática me hallaba.
¿¿¿UNA PLANCHA??? ¿¿¿En serio???¿Por qué una plancha? ¡Que hay millones y millones de ejemplos para poner! ¿Por qué eliges la plancha? ¿Por qué no un ordenador portátil o una taladradora o un… ¡MUÑECO HINCHABLE!? ¡Yo qué sé! ¡Cualquier cosa menos una plancha, hombre!
Le faltó decirme que podía acudir a ellos si necesitaba la receta del Roast Beef de Acción de Gracias con la que por fin iba a convencer a mi suegra de que soy la mujer perfecta para su amado y perfecto hijito único. Si es que en Acción de Gracias se come Roast Beef, que no lo tengo muy claro.
Yo ya no sabía qué hacer con mi ceja.
Tras un breve pero incómodo silencio, Maricarmen añadió, titubeante:
– Y, además… como tienes los 15 puntos del carné, te hacemos un descuento adicional.
Y nada…
Destejí lo tejido… y contraté la póliza.