Tomé la decisión de separarme embarazada de mi pequeña Plon. Apenas me quedaban dos meses para dar a luz, pero yo ya no podía más. Recuerdo perfectamente el momento, ese instante en el que abrí los ojos, miré mi vida de frente y supe lo que tenía que hacer.
(Prometo que, algún día, tendré la fuerza necesaria para contarlo)
Se lo dije al Padre de las Criaturas. Le dije «quiero el divorcio», como en las películas. Me dijo que vale, que se iría en cuanto naciera el bebé. Me dijo eso, pero me mintió. En realidad no me creyó, supongo que confiado por todas aquellas otras veces que dije que me iba y no me fui. No lo culpo, yo tampoco me hubiese creído. Era imposible, además, que nadie desde fuera viera lo que crecía en lo más profundo de mí, más allá de Tercerita. Solo yo lo sabía. Solo yo vi desde el primer minuto la dimensión de la revolución que se estaba gestando al tiempo que la gestaba a ella.
No voy a mentir, no fue fácil. El nacimiento de mi tercera hija fue uno de los momentos más duros de mi vida. A pesar de estar convencida, segura de mi decisión y hasta emocionada ante el mundo que me esperaba, también estaba asustada, triste, confundida, cansada, dolida, hundida.
Me sentía fracasada. Sola.
Recuerdo la sensación de ponerme de parto y pensar «No quiero, no quiero, no quiero…». Luego la oxitocina hizo su trabajo y me subía a la cima de la emoción y la felicidad con cada contracción, con cada centímetro dilatado, para alcanzar el culmen cuando con mis propias manos terminé de sacar a mi chiquitina y la abracé por primera vez. Redondita. Calentita. Preciosa y Perfecta. Única.
Mi Plon.
Si cierro los ojos todavía puedo olerla…
Sin embargo, a partir de ahí todo se nubla. Su primer año de vida sigue borroso en mi memoria. Y el dolor que eso me provoca aún me rompe la mirada y me parte en dos por culpa de la culpa. Aunque ya haya aprendido que no tengo que sentirme culpable por nada. Aunque ya sea otra. Aunque ahora sea una mujer diferente.
Pasó un año. Un año de bebé lactante, más un bebé de 18 meses, más otra pequeña que aún no había cumplido los 4 años y que no era sino otro bebé, aunque entonces yo no lo viera.
Cole, guardería, casa, trabajo, abogados. Discusiones. Dolor.
Parque, cuentos por las noches, rabietas, celos, compra, organización, cumpleaños, Navidades, Reyes Magos.
Juegos, risas, celebraciones, intentos desesperados por que todas fueran felices.
Y todo sin dormir. Porque mi pequeña nació con el sueño cambiado y se pasaba las noches gritando sin parar. Me decía su pediatra, que era un amor y me quería mucho, «¿qué esperas, hija? Con el embarazo que has pasado… bastante bien está». Iba con el piloto automático puesto. Zombie. Solo veía esa luz al final del camino y avanzaba hacia ella. Solo quería llegar ahí. Sabía que, tras la meta, todo pasaría.
Poco antes de su primer cumpleaños, pasaron cosas horribles en casa. Cosas que no puedo prometer que algún día tenga fuerza para contar. Finalmente, el Padre de las Criaturas se fue. Pocos días después, volvió por el cumpleaños de La Plon. Tuvimos que turnarnos. Mientras ellos celebraban, yo deambulaba por la calle. Tenía frío. Miré el reloj. Las siete y cuarto de la tarde. Justo un año. Un año de aquel primer abrazo.
Me sentí vacía. Sola.
Todo lo que pasó después fue mejor. Era fácil, todo hay que decirlo. Pasó otro año y yo ya no era la misma. Mi bebé cumplió dos y yo pude hacer memoria y prometerle un montón de cosas. Pude escribir. Escribir otra vez.
Escribí Te lo prometo.
Después cumplió tres, cumplió cuatro, cumplió cinco… Y yo, con ella, fui cumpliendo mis promesas. Cada año duele menos. Ya apenas me hago reproches. Sigo besándola siempre que quiero. Sigue siendo mi bebé, mi chiquitina, mi Tercerita, mi pequeña sorpresa…
Pero el frío… el frío vuelve… como cada enero.
Hoy ese bebé cumple seis años. Seis. Y la mujer que ahora soy los cumple con ella. Orgullosa del camino recorrido. Feliz. Consciente de mi fortuna… Y sin embargo…
Hoy aquellas promesas cumplen cuatro años y yo necesito contarle a mi bebé que sigo teniendo frío. Necesito explicarle por qué cada año, cuando enero encara su recta final, me vuelvo pequeñita y sólo quiero desaparecer bajo las mantas. Necesito que entienda, cuando llegue el momento, por qué cada 22 de enero a las siete y cuarto de la tarde mamá la aprieta fuerte contra su pecho.
Hoy que cumplimos seis años necesito decirte, Pequeña Mía, que me siento en deuda contigo. Por haberte llevado en mi seno junto a un mar de dudas y desvelos. Por haberte recibido entre dolor e incertidumbre. Por haberte robado tu primer año, dedicada en cuerpo y alma a intentar ser quien soy, a buscar ese camino en el que ahora nos encontramos las cuatro. Felices. Necesito pedirte perdón por haberte usado como punto de inflexión, como punto de partida, como punto final. Y necesito igualmente darte las gracias por eso mismo… justo por eso mismo…
Hace unos días le hice prometer que ella no iba a crecer nunca. Me abrazó y me respondió: «Nunca. Yo siempre voy a ser tu Pompón». Este año lo voy a dedicar a enseñarle que las promesas están para cumplirlas. Es egoísta, lo sé, pero necesito que cumpla la suya. Porque solo así podré seguir adelante con mi parte del trato.
Aunque solo ella y yo sepamos lo que hemos pasado. Aunque ni siquiera ella sepa el frío que paso. Y aunque tenga que seguir pasándolo sola.
Feliz Cumpleaños, tesoro mío.
Me has conmovido el corazón, mis lágrimas se han ido escurriendo por mis mejillas con cada frase que leía, eres una FUERTE y VALIENTE mujer, te admiro.
A esa madre le mando un fuerte abrazo⚘
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Gracias de corazón… ¡tus palabras me alimentan el alma!
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Gracias a ti, por regalar belleza!!
Un fuerte abrazo⚘
https://poetasenlanoche.wordpress.com/
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