El pajarito

Antes de separarme de El Padre de las Criaturas vivíamos en una casa con un mirador precioso en el que coloqué –un día cualquiera– una casa de pájaros que encontré en una tienda de regalos.

Cuando la Ingeniera de Cominos era pequeña, le contaba que allí vivía un pajarito, pero que era muy tímido y solamente salía cuando estaba solo. La cogía en brazos y ella asomaba su naricilla por el agujero en forma de corazón, esperando verlo en cualquier momento.

Pronto, demasiado pronto, la historia comenzó a plantearle serias dudas. «¿Y qué come, el pajarito, mami?», me preguntó un día. «Sale a la calle y come semillitas», le contesté. «¿Y por dónde sale?», se cuestionó mirando a su alrededor. «Le abro yo la ventana y la cierro cuando vuelve».

Como era de esperar, aquello no convenció a mi pequeña cuadriculada. Días después, desayunando, mirando distraídamente el fondo del tazón de cereales, insistió: «pero si solamente sale cuando está solo porque es muy tímido… ¿Por qué sale cuando tú le abres la ventana? ¿Sale aunque tú estés? ¿O le dejas la ventana abierta y te vas? ¿Pero entonces cómo sabes que ha vuelto si dentro de la casita está oscuro y no se ve nada? ¿Y si cierras la ventana y no está? ¿Y si… y si…?»

Desayuna, nena… Desayuna, anda, que es tarde…

Cada vez salíamos menos al mirador… ¡Cualquiera se atrevía!
«Mami, ¿y nuestro pajarito no hace caca? Porque los pajaritos hacen muchas cacas… ¿no?… ¿mami?»

Mi Medianita Favorita, mientras tanto, creció lo suficiente para ser partícipe de la historia. En cuanto pudo, juró y perjuró haber visto al pajarito no una, sino infinidad de veces… Asomaba su hociquito desde mis brazos y gritaba emocionada, con los ojos inmensos y redondos. «¡Ahí, ahí! ¡Ahí

Llegó Tercerita y, con ella, la revolución. Mudanza, cambios, emociones… la vida entera patas arriba. La casita del pajarito y el pajarito se trasladaron con nosotras, pero la falta de tiempo, de ánimo, los días que no se pueden estirar como una quisiera y el «un-poco-de-» hicieron que me olvidara de esa mascota que tan poquita guerra nos daba. Y ahí quedó la casita, colgada en el pasillo. Sin ventana cerca por la que el pajarito pudiera escapar cuando nadie lo viera.

ElPajarito

No hubo historia para la Pequeña Plon. No la cogí nunca en brazos para que asomara ese botón que tiene por nariz por el hueco en forma de corazón. No le di la oportunidad de cuestionarse su existencia o de creer ciegamente en ella. Tampoco me concedí a mí misma la licencia de parar un minuto para descubrir si mi chiquitina se decantaba por soñar o por aferrarse a un “más que ciento volando”. La pobre Plon nunca supo que en nuestra casita rosa y verde del pasillo vivía un pajarito muy-muy tímido.

O eso creía yo…

Hasta el día que la TíaA se volvió loca y adoptó dos gatos, Berlín y Tokio, y se le ocurrió la feliz idea de llevarlos al Microcosmos en verano. Con ellos descubrimos que Tercerita es una auténtica hipnotizadora de animales y que tiene una necesidad imperiosa de tener una mascota, ya sea felina, perruna, acuática o voladora. Era alucinante verla con ellos, que no son precisamente simpáticos con nadie excepto con ella, e igual de alucinante descubrir lo agotadora que puede llegar a ser su insistencia con tal de salirse con la suya.

Así que yo, que soy más lista que ella (de momento), y después de darle toda clase de explicaciones sobre lo complicado que es responsabilizarse de un animal, visualicé la razón definitiva por la que no podíamos tener uno en casa. “Verás, Pompón, es que el dueño del piso puso en el papelito que firmamos que nos dejaba vivir aquí siempre y cuando no tuviéramos ningún animal. Así que, claro… imagínate… si descubre que tenemos una mascota… ¡nos tendríamos que ir a vivir a otra casa! ¡con lo que nos gusta esta!”.

Ella atendió. Atendió y entendió, cosa rara… porque suele instalarse en su cabezonería y de ahí no hay quien la saque. Se fue. Cabizbaja y en silencio. Tan desanimada que me dio hasta pena… tanta pena que busqué el contrato de alquiler por si lo que me había inventado era mentira y todavía tenía la posibilidad de hacerla feliz. No, no lo era. Allí estaba, la cláusula que prohibía la convivencia con mascotas salvo permiso expreso del propietario.

Todavía andaba dándole vueltas a cómo resolver el asunto cuando volvió a entrar en la cocina. Se agarró a mi pierna. La cogí en brazos. Nos apretamos.

Entonces se separó un poco, me miró con una sonrisa de oreja a oreja y me dijo, a grito “pelao” y con una sonora carcajada: “¡¡Pues menos mal que el señor ese no se ha enterado de que tenemos un pajarito en el pasillo!!”.

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