La tarde del viernes que murió mi padre, hace justo un año, la TíaA vino a buscarme al trabajo y fuimos a la fisio –a mi fisio, que es algo más que una fisio: que es mi psicóloga, mi consuelo, mi confidente, mi amiga– a que nos arreglara un poco el cuerpo a las dos, que lo teníamos más o menos así como el espíritu. Arrugado, constreñido, apagado. Dolorido.
Los Yeyes estaban en casa. Él, en su cama de hospital instalada en el salón, junto a la mesa del comedor convertida en dispensario médico. Perfectamente organizada con los pañales contados, las jeringuillas precisas, las palomillas justas, el suero, las pastillas listas para tomar y depositadas con exactitud en cada hueco semanal del pastillero. Las toallitas, la palangana, los parches de morfina. Guantes de látex, pañuelos de papel y hasta un cubito para tirar los plásticos. Repuestos al fondo. En uso, delante.
Así. Como somos nosotros.
Ella, a su lado, en el sillón. Ese día desayunó como siempre. Comió como siempre. Vio sus novelas. Jugó al Aplabrados. Quizá hasta durmió un rato. Fue un día tranquilo, sin sobresaltos.
La TíaA y yo llamábamos cada poco. «¿Cómo va, mami?». «Tranquilas, lleva todo el día dormido, no tengáis prisa».
Cuando acabamos le dije a la TíaA que no tenía cápsulas de café, así que decidimos pasar por El Corte Inglés. Volvimos a llamar. «Que sí, que sí. Que aquí está todo tranquilo, que no os preocupéis». «Es que si no, no sé cuándo voy a poder comprarlas», le justifiqué, intentando organizar mentalmente una nueva semana llena de extraescolares, actividades y médicos y visualizando sin mirarlo mi calendario del móvil, con sus eventos clasificados por colores e hijas, sus alarmas un día antes, una hora antes, un rato antes…
Así. Como somos nosotros
Para compensar y perdonarnos esa culpa sorda que nos hacía a la Hermanica y a mí subir andando por las escaleras mecánicas, al pasar por el corner del Dunkin Donuts nos miramos, perfectamente sincronizadas, y nos reímos. «¿Le llevamos un Dunkin a ‘LaMamma’?» «¡Nos vamos a poner gochas!», le advertí. «Un día es un día, nena», contestó ella (premonitoriamente o no)
Llegamos a casa. El Yeye seguía dormido, tranquilo. Preparamos café, infusiones varias, tacitas, cucharillas, azucarero, platitos para los donuts, servilletas, cuchillo. Sin ni siquiera hablarnos, sin necesidad de preguntar, sin rozarnos, danzando como bailarinas de un ballet largamente ensayado. Partimos cada donut en cuatro partes iguales para poder probarlos todos. El hule siempre puesto en la mesita redonda de cristal desde que el salón se convirtiera en improvisada sala de visitas de hospital.
Así. Como somos nosotros.
«¡Madre mía! ¡Cuánto tiempo hacía que no nos hacíamos un Dunkin!», exclamó LaMamma, relamiéndose.
Pero no era lo único de lo que hacía mucho tiempo… Solo la TíaA lo vio. «¿Y cuánto tiempo hacía que no estábamos así… los cuatro… solos?»
Tenía razón. Hacía mucho tiempo que no estábamos solos los cuatro. Así, como éramos al principio, como era nuestra familia. Papá, mamá, mi hermana y yo. Mi infancia, mi adolescencia, mis primeros años adultos… todos pasaron como una película acelerada sobre celuloide antiguo, como una cinta recuperada de los años 50, con sus marcas del paso del tiempo surcando las escenas en sepia como estrellas fugaces. Los momentos buenos: las risas, Mocedades en el coche, la barca en el pantano, los aperitivos, el mehari, Alf los sábados por la tarde con un bolsón de chucherías… y los no tan buenos… que ya se me han olvidado.
Entonces, justo en ese instante, mi padre se despertó. Nos llamó sin apenas voz y pegamos un respingo. Lo abrazamos, lo besamos. Lo rodeamos y sonreímos. “¿Has visto, papi? Estamos aquí, los cuatro”.
Yo, por lo menos, sabía que sería la última vez. La última vez que estaríamos los cuatro solos. Juntos.
Así. Tal y como éramos.
Como éramos nosotros.